GRANOS DE CAFÉ PACAMARA
La variedad de café Pacamara, desarrollada en El Salvador, destaca por su perfil de sabor complejo con notas de frutas, flores y especias.
La variedad de café Pacamara, desarrollada en El Salvador, destaca por su perfil de sabor complejo con notas de frutas, flores y especias.

El Pacamara se identifica rápido: sus granos son masivos, casi el doble del tamaño de un café convencional.
Pero este híbrido, desarrollado por el Instituto Salvadoreño de Investigaciones del Café (ISIC) en 1958, no es solo estética. Es el resultado de treinta años de ingeniería genética buscando fusionar la alta productividad de la variedad Pacas con la calidad gustativa del Maragogipe.
No es un café fácil. Su genética es inestable (tiende a revertirse a sus plantas madre) y exige una precisión absoluta en el tueste para no quemar la superficie dejando el centro crudo.
Sin embargo, el esfuerzo compensa: ofrece una textura pesada y cremosa junto a matices especiados y frutales que lo separan radicalmente de los cafés lavados tradicionales.
El Pacamara no es un accidente de la naturaleza, sino un producto de ingeniería agronómica.
En 1958, el Instituto Salvadoreño de Investigaciones del Café (ISIC) inició un programa de mejoramiento genético con un objetivo pragmático: crear un híbrido que mantuviera la calidad excepcional del grano gigante sin sacrificar la rentabilidad de la finca.
Para lograrlo, cruzaron dos mutaciones naturales muy distintas:
La estabilización de esta mezcla llevó casi 30 años de selección genealógica (pedigree) antes de liberarse comercialmente a finales de los años 80.
De ahí su nombre: PACAs + MARAgogipe.
A pesar del esfuerzo científico, el Pacamara conserva una genética heterogénea. No es totalmente estable: aproximadamente el 10-12% de las plantas de segunda generación tienden a sufrir segregación genética, regresando a las características físicas de uno de sus padres.
Esto obliga al productor a realizar una selección manual rigurosa en el vivero, encareciendo su producción desde la semilla.

Ver una planta de Pacamara en el campo llama la atención por sus proporciones.
Es un arbusto de porte bajo y compacto (herencia directa del enanismo del Pacas) pero que carga con un follaje denso y unas hojas enormes, anchas y oscuras, características del Maragogipe.
Las cerezas también delatan la variedad a simple vista: son alargadas, grandes y suelen presentar una pequeña protuberancia o «ombligo» en la punta, un rasgo distintivo que ayuda a los recolectores a identificarla.
A nivel de cultivo, el Pacamara no es todoterreno; exige altura. Se comporta mejor por encima de los 1.300 msnm, donde las temperaturas frescas frenan la maduración y permiten desarrollar esa densidad en el grano.
Su gran ventaja agronómica es la arquitectura de la planta. Al tener entrenudos cortos y ramas rígidas, resiste muy bien el viento y las tormentas, algo vital en las cordilleras volcánicas de Centroamérica.
Sin embargo, el productor paga un peaje alto: es muy susceptible a hongos como la Roya y el Ojo de Gallo. Requiere vigilancia constante y una nutrición de suelo impecable; si descuidas un lote de Pacamara, la enfermedad lo devora rápido.
Lo que define al Pacamara, incluso antes de identificar los sabores, es su peso en boca.
Tiene una textura densa, casi masticable, que los catadores describen a menudo como cremosa o mantecosa. Esta sensación táctil es una herencia directa del Maragogipe y es difícil de replicar en otras variedades.
A nivel aromático es complejo. Aunque la base suele tener notas de chocolate y frutas de hueso (melocotón, albaricoque), la «firma» del Pacamara aparece en los matices secundarios.
Es común encontrar notas especiadas (canela, cardamomo, pimienta inglesa) y toques herbales o vegetales finos que recuerdan al lúpulo o al tomate dulce.
No es un café de acidez punzante. Su acidez tiende a ser refinada y jugosa, equilibrando esa estructura pesada del cuerpo.
Trabajar con Pacamara requiere ajustar el «chip», tanto en la curva de tueste como en la calibración del molino.
Su tamaño físico no es solo estético; cambia la termodinámica y la extracción.

El principal dolor de cabeza aquí es la transferencia de calor. Al ser granos tan voluminosos, el calor tarda más en llegar al centro.
Si aplicas mucha energía al inicio (una temperatura de carga alta), quemas la superficie y dejas el interior crudo. Esto resulta en sabores herbáceos o a paja, un defecto común en Pacamaras mal tostados.
La clave suele ser un enfoque «low and slow» al principio: cargar suave y permitir que el grano absorba calor de forma homogénea antes de acelerar. Buscamos desarrollo, no color.
A la hora de prepararlo, el Pacamara es engañoso. Su estructura celular es menos densa que la de un café de altura etíope, por lo que al molerse genera menos «finos» (esas partículas de polvo que obstruyen el filtro).
Para entender dónde ubicarlo en el mapa de sabores, es útil ponerlo cara a cara con sus competidores habituales en la barra de especialidad:
El Pacamara no suele ser barato. En la bolsa de Nueva York o en trato directo, se paga por encima de la media.
La razón no es solo su sabor, sino el riesgo que asume quien lo cultiva.
Recordemos que es una planta inestable genéticamente y propensa a enfermar. Cuando compras una bolsa de Pacamara de El Salvador o Guatemala, estás pagando el extra de trabajo que supone mantener esos árboles sanos y la selección manual para evitar que la genética se degrade.
No es un café para beber por inercia a primera hora de la mañana.
Es un grano para detenerse, calibrar bien el molino y buscar esas notas de especias y chocolate que justifican sus treinta años de desarrollo.
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